Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Camuflaje acuáticomayo 2016

Como dice mi amigo José Félix, uno se atreve a contar ciertas cosas según pasa el tiempo y va perdiendo la vergüenza de hacerlo. Es el caso de lo sucedido en una visita profesional realizada a Barcelona en la época previa a la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992. Era un tiempo en que, como diría Hemingway, la Ciudad Condal era una fiesta. Y al son de la euforia preolímpica, cada dos por tres se organizaban jornadas que versaban sobre los más variados aspectos del deporte, las cuales atraían la atención de aquellos que nos dedicábamos al asunto y que, además, queríamos ver de cerca cómo se iba cocinando el gran acontecimiento.

El grupo viajero lo formábamos tres compañeros de trabajo, que no sólo estábamos profesionalmente interesados por las novedades surgidas en torno al deporte, sino que éramos practicantes tan asiduos que no abandonábamos las buenas costumbres ni cuando íbamos de viaje. Tal es así que lo primero que nos interesó del hotel en el que íbamos a pernoctar fue pasar revista a los que, en el folleto que describía los servicios del establecimiento, eran denominados gimnasio y piscina.

Ambos equipamientos estaban ubicados en una misma estancia perdida en un sótano solitario. El gimnasio, acotado por unas viejas espalderas que amenazaban con desprenderse de la pared al primer embate, estaba equipado con unos deteriorados artilugios gimnásticos de los que no se podía sacar mucho provecho. La eufemísticamente llamada piscina no era más que un estanque grande, impropio para cualquier actividad que no fuera pasar un rato a remojo. El polideportivo se remataba con lo único que consideramos aprovechable para nuestras intenciones: una sauna. Aunque en aquel momento estaba a temperatura de fresquera, nos pareció un sucedáneo suficiente como para pasar un rato relajados.

Ni cortos ni perezosos, nos dirigimos a la recepción, donde fuimos informados de que, dado su escaso uso, la sauna sólo era puesta en funcionamiento cuando alguien tenía interés declarado en utilizarla. Dicho y hecho: manifestamos nuestro decidido propósito de sudar la gota gorda y, tras calcular el tiempo necesario para que se caldeara, allí nos fuimos.

Transcurrido un rato de sudores, duchas y más sudores, el arriba firmante, poco aficionado a aquel desenfreno, consideró que ya tenía suficiente pero que, una vez metidos en harina, lo pertinente era darse la penúltima ducha y sumergirse en las límpidas aunque poco caribeñas aguas del estanque con pretensiones de piscina. Y, claro, lo lógico era seguir con el atuendo utilizado en la sauna, es decir, en pelota picada, porque no era cosa de zambullirse envuelto en una toalla.

Dado que aquel sitio no tenía visos de ser muy frecuentado, sobra decir que no había en mi actitud ningún propósito reivindicativo del nudismo hotelero ni afán exhibicionista alguno. No obstante, lo prudente hubiera sido ponerse en lo peor, porque siempre puede saltar la sorpresa. En efecto, no llevaba ni un par de minutos sumergido en aquellas trasparentes aguas, animando a mis compis a sumarse al baño, cuando aparecieron por allí una niña y un niño acompañados por una señora.

En un primer momento no estaba claro cuál era su propósito, pero, a la espera de que pusieran de manifiesto sus intenciones, inicié de inmediato maniobras de camuflaje acuático: centro de gravedad cerca del fondo del estanque; discretos movimientos de brazos para producir en el agua ondulaciones que enturbiaran su nitidez; y mirada ausente y despistada, propia de quien es ajeno a su situación, como el rey desnudo del cuento de Andersen.

Tras repasar mentalmente las alternativas disponibles en función del tiempo que durara la presencia del comando invasor y de su grado de aproximación hacia el estanque, la decisión estaba tomada: debía pedir una toalla de urgencia a mis colegas y cubrir con ella mis partes pudendas. Lo cual, por otro lado, no sólo llamaría la atención, sino que dejaría en evidencia mi previo estado de absoluta desnudez.

El encontronazo se saldó sin víctimas. El grupo observador tomo nota de la situación (quiero pensar que sólo de las instalaciones y no de la mía) y se retiró prudentemente. Y pude salir de la trinchera acuática sin mayores sobresaltos, entre el regocijo de mis compañeros. Para mis adentros, reivindiqué que los competidores olímpicos de la Grecia antigua también lo hacían sin vestimenta alguna. Pero me prometí que no volvería a usar el traje de Adán sin su correspondiente hoja de parra, en un sitio en el que pudieran aparecer señoras con criaturas, hasta que se celebraran unos Juegos Olímpicos en Madrid. O sea, nunca.

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